Éranse una vez unos locos que decidieron irse de acampada a las plazas, no llevaban pantalones de campana ni colorearon mayo con flores rojas, no eran activistas políticos, ni tan solo estudiantes idealistas o rudos proletarios, muchos de ellos tampoco eran carne de ideología ni tenían banderas ni insignias ni etiquetas, solo megáfonos de cartón que empapaban, con sus mensajes, de justicia el cielo, no fueron necesarios adoquines ni barricadas, sino únicamente cadenas de eslabones humanos reclamando un poco de humanidad en esta civilización deshumanizada. No eran tan osados como para pedir lo imposible o reclamar un nuevo mundo, ni tampoco tan presuntuosos como para pensar que estaban cambiando la historia, simplemente pedían que lo que se decía hacer se hiciera bien, que todo acto no cayera en un saco roto empapado de hipocresía.
Pues el enemigo de esta vez no era tan claro como el viejo gris e uniformado de los retratos, o los mapas de pocos colores que sobre el mapamundi dibujaban los imperios de entonces, tampoco lo eran las guerras injustas -aunque todavía siguiera habiéndolas- pues por desgracia casi nadie se acordaba ya de ellas, esta vez los enemigos eran unos verdaderos gigantes tan peligrosos y tolerados como protegidos por esa marea inabarcable de aroma nauseabundo en que se había convertido la política; enemigos todos mimetizados con el ambiente, inmiscuidos entre nosotros como una quinta columna, escondidos en las más irreverente cotidianeidad.
En cuanto a los actores principales esta vez no eran el producto de una generación perdida que decidió rebelarse contra el conservadurismo de sus padres, no eran hijos de posguerra ni proletarios que aún creían en la utópica sociedad igualitaria, sino simplemente pobres diablos sin trabajo, licenciados encaminados hacia el mismo destino, amantes insatisfechos de una tal Democracia vaga y acomodada, e indignados enojados con el tráfico de esclavos tolerado y sangrante que practicaban esos gigantes de los que hablé antes. Gentes de infinitas procedencias, edades y realidades que no se creían el teatro de marionetas alevosamente perpetrado por los que controlaban el cotarro, ni los terribles y cínicos llantos de los bancos. Voces antes atormentadas por sentirse solas en su crítica muda al sistema, y voces que al fin, y gracias a un verdadero drama como escenario, se acabaron encontrando y gritaron al unísono hasta silenciar el rumor de esas plazas ruidosas.

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