jueves, 23 de junio de 2011

Una de esas Amelie.


A pesar de mi apariencia un tanto ruda e incluso primitiva, que fácilmente puede inducir a un prejuicio errado, en cualquier caso muy distinta de la de ese coleccionista de fotos canijo de la estación, debo reconocer que cada día más, emocional y afectivamente hablando, estoy seguro de que aquello que busco, o mejor dicho aquello con lo que me gustaría toparme -porque estas cosas nunca se pueden forzar-, es una especie de Amelie, alguien que sin dejar de ser adulta conciba la vida como un juego de niños, siempre con un lectura alternativa de cada cosa y suceso cotidiano, que ante dos caminos inevitables emprenda el dudoso y casi inverosímil atajo del medio, alguien que de imprevisible que sea acabe sorprendiéndome o incluso sorprendiéndose a sí misma a pesar de la inestabilidad y el desasosiego vital que pueda causar a mi espíritu, pero qué le vamos a hacer, más vale vivir entretenido y predispuesto a la emoción diaria de lo inesperado que una predecible, aburrida y mediocre existencia de funcionario.

Tiene que ser alguien que encuentre sin buscar, alguien que por esa dichosa teoría de la atracción favorezca el desarrollo de hechos prodigiosos a su alrededor, por ejemplo hechos como encontrar en una banco olvidado y luchando contra el viento aquel libro que pensaba comprarse durante toda la semana, o quizás otros más impactantes como recuperar intacta y completa la maleta de viaje que quedó desamparada en un vagón de tren del que inesperadamente se cerraron las puertas mientras bajaba, o encontrar inesperados guiños en lugares insospechados a tus pasiones personales en cada nueva ciudad que te encuentras visitando por poco tiempo, en definitiva tiene que ser alguien en sintonía con el mundo, alguien tocado por la varita de ese mago, obviamente inexistente, pero que sin embargo parece regir el destino del universo y al cual no podemos menospreciar.

Tiene que ser alguien que no tenga vergüenza a llorar y a conmocionarse por la contemplación de la más pura belleza, ante una puesta de sol en el Averno, una obra de arte incompleta o un beso irrepetible, alguien que con ayuda de solo un par de cervezas padezca un síndrome de Stendhal. O mejor aún, que padezca la patología del multiorgasmo stendhaliano, esto es, facilidad incontrolada y exultante para padecer conmociones ante cada uno de los elementos antes mencionados, entre otros…

Tiene que ser alguien que cuestione todo, desde el porqué de que la mesa se llame mesa al dogma más trascendental, alguien que actúe siempre guiado por un porqué, lo que no quite que en ciertos momentos meta ese racionalismo minucioso bajo llave para dejar paso al instinto más animal. Alguien que tenga respuestas para casi todas sus elecciones y pasiones vitales, porque no creo que una facilidad insultante para empatizar con el mundo y favorecer hechos prodigiosos prácticamente injustificables a nuestro alrededor, sean una excusa para dejarse llevar por la pasividad y desembarazarse de cualquier tipo de responsabilidad amparándose en el absurdo, ni tampoco para autocomplacerse y regodearse en una vacío moral ausente de principios y valores. Seguramente sea mucho pedir, de hecho algunas veces he visto como tras tocarla con la punta de los dedos siempre ha acabado desintegrándose como una idealizada ilusión de arena… pero también sé que como más se disfruta el cielo no es desde un balcón en horizontal sino desde el suelo, tendido, con los ojos apuntando bien alto.


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