viernes, 24 de junio de 2011

Un poco de demagogia verdadera sobre dos democracias muy distintas(II).

Dos mil quinientos años después érase un estado llamado España, en donde un Parlamento durante cuatro años tiene una potestad tiránica para gobernar y atar y desatar a su antojo sin la más mínima participación ciudadana o empatía con las necesidades del pueblo, sin ninguna posibilidad de intervención por parte de unos ciudadanos cuya única esperanza es esperar como buenos súbditos otros cuatro años con la única esperanza –o desesperanza- de que el nuevo gobierno no lo hará peor que el anterior, con unas “tribus-regiones” que eligen proporcionalmente más diputados que otras, diputados que por otra parte acceden a su escaño mediante una oscura promociòn interna dentro del partido al que se afilian ideològica y dogmàticamente olvidando pensar por ellos mismos, que en demasiados casos están inmiscuidos en tramas de corrupción y al mismo tiempo intocables ante la ley por efecto y gracia de ese mismo cuerpo de leyes que llaman “Constitución” y que aparte cobran su paga asistan o no las sesiones parlamentarias. Una democracia en donde existe un organismo llamado Senado que nadie sabe muy bien para qué sirve y una institución monárquica por la que todavía nadie ha sido interrogado sobre su conveniencia o inconveniencia y que por supuesto no fue instaurada por elección democrática en su día. Pero aun así hay quienes siguen gritando con la boca llena “Régimen monárquico parlamentario” o ”Monarquía democrática”.
Dirán que la población del Ática giraba en torno a la centena de millar mientras que la de España roza los cincuenta millones, pero entre ambas ha habido dos mil quinientos años de… parece ser que ¿inexperiencia?, ¿insuficientes para haber aprendido un poquito de esa cosa que cuando la decimos se nos llena la boca: De-mo-cra-cia?
Eso sí, seguiremos disfrutando de las batallitas contra los persas, la hazaña de Filípides regresando de Maratón, los trescientos y pico largos de las Termópilas y la milagrosa victoria de Pausania en Platea, por cierto, el mismo Pausania que de héroe pasó a villano y fue ostratizado y despojado de su cargo de "almirante" cuando circuló la sospecha de que quería hacerse tirano de una isla de la Jonia. Pero parece que de los griegos sólo nos hemos quedado con las estatuas y los vasitos de ceràmica.

Un poco de demagogia verdadera sobre dos democracias muy distintas (I).


Érase una vez una ciudad-estado que hace más de dos mil quinientos años decidió, tras pasar por el gobierno de unas pocas familias aristócratas y de una larga tiranía de una sola familia después, gobernarse a sí misma. Esta ciudad se encontraba en una región griega conocida como Ática y se llamaba Atenas, una ciudad que vería como poco a poco fue forjándose una auténtica democracia mediante la aparición de magistrados y organismos de gobierno que se verían obligados a interrelacionarse entre sí para dirigir los destinos del estado, un destino que antes de todo este movimiento había sido controlado por un consejo de aristócratas llamados “arcontes” y que juntos constituían el Areópago, el cual con el avance de la democracia acabaría por tratar sólo los delitos de sangre.
Así pues hace 2500 años apareció el primer organismo de la democracia, un consejo de 500 “diputados” conocido como Bulé, cuyos componentes eran elegidos anualmente mediante sorteo de entre todas las tribus que componían Atenas –en total unas diez, aportando cada una de estas cincuenta estos diputados-, decir que aunque se llamarán tribus en realidad eran como distritos en los que se habían perdido los lazos de sangre, esta Bulé elegía a los estrategos que, eso sí, eran electos de entre los grupos sociales más pudientes, siendo elegidos para un mandato de un año durante el cual detentaban el poder ejecutivo y militar de la ciudad –algo así como los ministros de hoy día, con la diferencia de que rivalizaban y discutían entre ellos pues no existía un presidente que los pusiera a dedo ni una política de partido-, siendo aparte encargados de dirigir a los hoplitas -la infanterìa- y a la flota si Atenas entraba en guerra. Si lo hacían bien podían ser reelegidos, pero si abusaban de su poder o a la hora de rendir cuentas al final de su mandato se descubrían irregularidades –un caso extrapolable a todas las magistraturas atenienses, no solo la de los estrategos-, estos podían ser denunciados, y tras una investigación, si salía culpable, obligado a pagar una multa o incluso condenado al ostracismo -el exilio-. Obviamente había muchas denuncias que encubrirían rencillas entre familias poderosas, pero una cosa estaba clara, si los “ciudadanopolíticos” hacían mal las cosas el pueblo no tendría piedad.
Volviendo a la Bulé otra de sus funciones era la política externa, cuestiones como decidir la paz o la guerra o coordinar las misiones diplomáticas, y por último preparar las disposiciones que se votarían en la Asamblea General de los atenienses, la llamada Eklesía, en la cual podían participar y votar todos los que tuvieran la condición de ciudadanos atenienses, algo asì como un referendum en el que se votaban disposiciones y acciones concretas. En cuanto a los diputados de la Bulé cada vez que asistían a la convocatoria de esta tenían derecho a una paga puesto que ese día no podían trabajar en su oficio respectivo, paga que no cobraba si por el contrario no iba.
En cuanto a los ciudadanos, tenían que vivir mentalizados de que seguramente alguna vez serían llamados a nutrir las filas de la Bulé, seguramente no todo sería idílico y también habría analfabetos y amaños, pero por otro lado esa democracia ateniense no acabaría hundiéndose por corrupciones internas sino por intervenciones externas, de hecho ya sea como capital de un imperio o como una ciudad de segunda –una vez perdido ese imperio- siempre siguió rigiendo los destinos de los atenienses, y en las pocas excepciones en que la democracia fue derrocada, no tardó demasiado en ser restituida.

jueves, 23 de junio de 2011

Una de esas Amelie.


A pesar de mi apariencia un tanto ruda e incluso primitiva, que fácilmente puede inducir a un prejuicio errado, en cualquier caso muy distinta de la de ese coleccionista de fotos canijo de la estación, debo reconocer que cada día más, emocional y afectivamente hablando, estoy seguro de que aquello que busco, o mejor dicho aquello con lo que me gustaría toparme -porque estas cosas nunca se pueden forzar-, es una especie de Amelie, alguien que sin dejar de ser adulta conciba la vida como un juego de niños, siempre con un lectura alternativa de cada cosa y suceso cotidiano, que ante dos caminos inevitables emprenda el dudoso y casi inverosímil atajo del medio, alguien que de imprevisible que sea acabe sorprendiéndome o incluso sorprendiéndose a sí misma a pesar de la inestabilidad y el desasosiego vital que pueda causar a mi espíritu, pero qué le vamos a hacer, más vale vivir entretenido y predispuesto a la emoción diaria de lo inesperado que una predecible, aburrida y mediocre existencia de funcionario.

Tiene que ser alguien que encuentre sin buscar, alguien que por esa dichosa teoría de la atracción favorezca el desarrollo de hechos prodigiosos a su alrededor, por ejemplo hechos como encontrar en una banco olvidado y luchando contra el viento aquel libro que pensaba comprarse durante toda la semana, o quizás otros más impactantes como recuperar intacta y completa la maleta de viaje que quedó desamparada en un vagón de tren del que inesperadamente se cerraron las puertas mientras bajaba, o encontrar inesperados guiños en lugares insospechados a tus pasiones personales en cada nueva ciudad que te encuentras visitando por poco tiempo, en definitiva tiene que ser alguien en sintonía con el mundo, alguien tocado por la varita de ese mago, obviamente inexistente, pero que sin embargo parece regir el destino del universo y al cual no podemos menospreciar.

Tiene que ser alguien que no tenga vergüenza a llorar y a conmocionarse por la contemplación de la más pura belleza, ante una puesta de sol en el Averno, una obra de arte incompleta o un beso irrepetible, alguien que con ayuda de solo un par de cervezas padezca un síndrome de Stendhal. O mejor aún, que padezca la patología del multiorgasmo stendhaliano, esto es, facilidad incontrolada y exultante para padecer conmociones ante cada uno de los elementos antes mencionados, entre otros…

Tiene que ser alguien que cuestione todo, desde el porqué de que la mesa se llame mesa al dogma más trascendental, alguien que actúe siempre guiado por un porqué, lo que no quite que en ciertos momentos meta ese racionalismo minucioso bajo llave para dejar paso al instinto más animal. Alguien que tenga respuestas para casi todas sus elecciones y pasiones vitales, porque no creo que una facilidad insultante para empatizar con el mundo y favorecer hechos prodigiosos prácticamente injustificables a nuestro alrededor, sean una excusa para dejarse llevar por la pasividad y desembarazarse de cualquier tipo de responsabilidad amparándose en el absurdo, ni tampoco para autocomplacerse y regodearse en una vacío moral ausente de principios y valores. Seguramente sea mucho pedir, de hecho algunas veces he visto como tras tocarla con la punta de los dedos siempre ha acabado desintegrándose como una idealizada ilusión de arena… pero también sé que como más se disfruta el cielo no es desde un balcón en horizontal sino desde el suelo, tendido, con los ojos apuntando bien alto.


sábado, 18 de junio de 2011

Reencuentro.


Digamos que se encontraron en Roma veinte años después, él, hasta ahora un escritor de poca monta, acababa, sin embargo,  de dinamitar el panorama literario con un buen intento de obra maestra, ella, una comprometida inspectora del Ministerio italiano de Bienes Culturales que promocionaba al puesto de directora del patrimonio romano, el lugar, la embajada española de Roma, el motivo, la presentación de su bombazo literario. El desencadenante del encuentro fue tan sencillo como el recuerdo vago y lejano de un par de apellidos asociados a un nombre de lo más familiar, se aseguró de que era él ya que no daba crédito a lo que estaba sucediendo, no podía ser verdad, había ido a tratar con el embajador las condiciones de un empréstito al Museo del Prado y de repente se encontró con esas señas escritas en el vestíbulo.
Veinte años desde aquella última vez, después ya se sabe, sobretodo  la pérfida distancia, en menor medida nuevos intereses y nuevos vuelcos emocionales, el caso es que se fueron distanciando poco a poco, a los pocos meses desaparecieron las llamadas, después siguió una riada de mails cuyo caudal fue reduciéndose hasta acabar en un compromiso testimonial, y al final un cambio de correo, un descuido y la relación sin ninguna culpa premeditada por ninguna de las dos partes pasó al oscuro cuartillo de los momentos obsoletos.
Sin embargo, poco más de esa vieja mirada bastó para retornar rápidamente a ese  lejano tercer año de carrera, en que él, un estudiante español apasionado de las humanidades ávido por ver mundo, y ella, una italiana enamorada de una idealizada España que se había rebelado contra la autoridad paterna para seguir su verdadera vocación, se encontraron. Cuando la mirada de ella cruzó la mesa en la que se encontraba él, poco tenían que decir, más allá de un diálogo con la propia memoria.
Seguramente recordarían el día en que se conocieron en la fiesta de cumpleaños de ese colega común del que apenas recordaban el nombre, ella de unos deseos camuflados en la más insolente indiferencia y en una risa impertérrita que no dejaba entrever nada - típico de las italianas del sur más profundo-, él, de la molesta  y, paradójicamente, triunfadora recurrencia al pseudofolclore andaluz para llamar su atención. También recordarían la clandestinidad de la cual estaba impregnada tan inoportuna relación -a causa de terceras personas-, ambos,  esa clase de vals que desencadenó la tormenta y liberó las más ocultas y desenfrenadas pasiones, él, esos ahogados susurros italianos que escapaban entre los dientes que se aferraban a la oreja, ella, las mayores, y más que justificadas obscenidades del castellano trepando entre su cuello  y su nuca. Como ambos recordarían la huída del alma entre esos dedos que, conquistando los labios de ella, fallaban en su propósito de cerrar la vía de escape, entre agudos quejidos e intensas respiraciones sordas, o el cabecero de la cama desencajado, y qué decir de ese intercambio furtivo de mordiscos, babas, cabellos y fluidos, el recorrido por cada una de las autovías que hacían transitables cada una de las partes de sus cuerpos, las espaldas sucias después de haber barrido el suelo, esa pared blanca con la impronta de sus cuerpos sudorosos, su silueta transparente sobre la mesa de la cocina y tantas otras imágenes…
De forma que sin ni siquiera saludarse, como si se hubieran visto durante toda la vida -esa vida que pasaron separados-,  quedaron para tomar un café de lo más correcto, o no, según se mire. Se acordó sin decirse nada que estaban prohibidas las preguntas sobre los lazos afectivos actuales, hablaron de aspiraciones personales, de ilusiones, de la Italia y de la España, y sobre todo de ellos  mismos, de aquel pasado genial que compartieron, sin rencores, rencillas ni reproches, solo el juego de dos antiguos amantes que se morían por redescubrirse veinte años después, dos amantes que se separaron por las circunstancias pero que mientras compartieron sus vidas, sus pasiones, sus inquietudes y sus cuerpos, funcionaron a la perfección, en perfecta coordinación, en definitiva dos amantes que nunca habían dejado de serlo por mucho que hubiesen perdido el contacto o por mucho que estuvieran una década sin hablarse, dos amantes que quizás compartieron la experiencia personal más verdadera de sus vidas en ese año de Italia, tal y como lo demostraría la continuación de aquella tarde en la suite del Ritz, cuyo pulso sería el mismo que veinte año atrás gobernaba los encuentros clandestinos en el  piso de él.

jueves, 16 de junio de 2011

Meditaciòn (II).


Él no dijo nada, simplemente aguardó, él no quiso ser indiscreto ni tampoco importunarlo, aunque deseaba preguntarle dónde había estado, entonces le rogó que le enseñara a hablar con Dios. Él, sonrió afablemente y le pidió disculpas argumentando que no conocía a ese tal Dios, él, se vio obligado a replantear la pregunta, y esta vez le pidió a Él que le enseñase como ir al sitio del que acababa de volver. Entonces Él rió aún más y le respondió que no había ido a ningún sitio, que llevaba todo el día en esos seis palmos en esa misma posición. él comenzó a sentirse frustrado e incluso empezaba a dudar de las buenas intenciones de Él, finalmente a él se le ocurrió como último recurso hablar en los mismos términos en que los indígenas le habían contado la historia de Él y le preguntó que cómo podría hacer para hablar con su propia alma. Entonces Él de nuevo sonrió afablemente pero esta vez se incorporó para coger una cañita de bambú la cual puso frente a él, con su uña trazó unos surcos paralelos y empezó a hablar:

“En este lado –mientras ponía una mano en el extremo de la cañita de bambú- vida, en este otro –repitiendo la misma operación con la otra mano- sueño, yo puedo ser esto –y delimitó un espacio central de cuatro palmos que había quedado entre dos de los surcos que había realizado-, y tú eres esto –y redujo el espacio que marcaba sus manos unos tres palmos y medio-, por eso no puedes hablar con tu alma ni con ese tal Dios”.

él no entendió nada y su cara de espanto no se hacía invisible a la profunda mirada de Él, quién siguió hablando:

“Hasta que no aprendas a oír y ver tu respiración no harás crecer el hueco entre la vida y el sueño, entre el consciente y el dormido, ni serás capaz de oír el eco de tu alma, cuanto más grande sea ese hueco más nítido oirás las palabras que vienen de ti mismo y que a diferencia de tu ser vivo y tu ser dormido nunca te engañarán ni te confundirán. Y eso será lo más cerca que estarás de conocerte a ti mismo y de haber hablado con ese tal Dios”.


Meditaciòn (I).


De frente a Él recordó el ya lejano día en que había llegado a la Indochina con el firme propósito de evangelizar a los hijos de los campos de arroz, él, un monje franciscano con una voluntad de hierro dispuesto a crear una misión costase lo que costase, enfrente suya encontró a ese otro Él del que tanto había oído hablar y al que había llegado fascinado por el camino alternativo que le ofrecía para llegar a su encuentro particular con Dios. Ni que decir que Él ignoraba de la existencia de su invitado, puesto que Él no tenía necesidad de saber de nadie más allá de sí mismo, era como un manantial que se regeneraba continuamente con el agua de la lluvia, sólo que en su caso esta lluvia procedía de Él mismo, sin embargo, como buen manantial siempre estaba dispuesto a saciar a todo aquella alma sedienta que acudiera a sus aguas.

él, siempre agradecido a Dios por la benevolencia con la que había tratado su “Misión”, ya mayor y un poco cansado, aunque fuera de inquebrantable espíritu, llevaba décadas oyendo historias fantásticas sobre ese misterioso Él de las montañas de más allá del infinito campo de arroz, había oído que tenía respuestas para todas las preguntas –“vaya blasfemia”, pensaba- así como preguntas para todas las respuestas –algo aún más transgresor-, decían que era un discípulo del mismísimo Siddhartha Gautama, que tenía más de mil años, que era capaz de levitar, incluso teletransportarse, y que se alimentaba de aire y luz.
Sin embargo esto no fue lo que convenció a él a acudir a su encuentro puesto que su fe indomable no le hacía acreedor de respuestas ni mucho menos se creía esos cuentos de ignorantes, lo que le encandiló de Él fue el hecho de que a través suya podría llegar a contactar con Dios con una intensidad mayor de la que nunca había experimentado a través de la oración, al menos esto es lo que dedujo del rumor que circulaba sobre Él según el cual este era capaz de conversar con su propia alma, lo que para él no podía ser otra cosa que la propia voz de Dios, esa voz de la que a él nunca le habían llegado más que susurros.

Cuando lo vio, a primera vista de Él le sorprendió su vestimenta, por más que conociera la pobreza de la región y que estuviese habituado a ver este tipo de sabios a lo largo de sus viajes por el Indostán, nunca imaginó que un personaje tan importante y conocido vistiera un hábito hilvanado de tan roídos y sucios harapos. Finalmente se sentó frente a Él a una distancia prudencial, se sorprendió del ensimismamiento en que se hallaba, como si estuviera fuera de la estancia, en cualquier otra parte, no se atrevió a sacarlo de su ensoñación y esperó, mirando esa mirada abierta pero a la vez vacía más propia de muerto que de un ser viviente, sin ningún atisbo de pestañeo ni de ningún otro tipo de movimiento. Después de dos cuartos Él volvió en sí, y algo cambió en su mirada que hizo que él se percatara.

jueves, 2 de junio de 2011

Los de aquí y los de allá.

Somos aquellos que nos acompañan y también los que en su día nos acompañaron, los que nos dejaron y los que hemos ido dejando, siempre en movimiento, nunca quietos, repartiéndonos por todos los que algunos vez fueron y reservándonos para los que más adelante serán, somos los que ya han venido y los que nunca volverán, los que volvieron y los que aún están por llegar, puede que tú los hayas olvidado, egoísta o merecidamente, con rencor o filantropía, con una puerta entreabierta o un muro inexpugnable, o puedes que seas tú mismo el olvidado de otro en el pasillo en que se hace este juego en el que unas pocas veces ganamos y otras tantas agonizamos. Somos los que fuimos y los que volvimos, los que partimos y los que tornamos,  los que borramos y los que recordamos, los que nos siguieron y los que desistieron unas manzanas más atrás,  los que sentimos y los que nos sintieron.
Me ahogo en este mar de lazos cruzados, me agobio con la instalación de los nuevos nexos que están por crearse, me aferro a los hilos que me hicieron gozar como si fuera una marioneta en busca de su cautiverio, y tiro de esos otros que necesito aunque a veces parezcan querer escapar como perros desbocados. Me aferro a ti sin resignarme a flojear porque sé que puede ser mi última oportunidad, y al mismo tiempo me intento soltar de otras cuerdas que me intentan ahogar.
En cierto modo soy los de aquí pero también soy los de allá, soy el de las mil conexiones y el de las ningunas connotaciones, y otras veces, solo algunas, todo lo contrario. Soy todo aquello que quiero ser y sin embargo todavía no he sido nada, soy también el que necesita salir y al mismo tiempo sueña con entrar, el ilusionado que espera cruzar el mar y al mismo tiempo el infeliz que desea retornar, me parezco al llanero solitario que huye por la tangencial con una sombra de príncipe al que no dejan amar, soy el que da las flores y también el que las quita, soy el rey lagarto, parto y reparto, y soy el bufón ciego en el reino de los tuertos. Porque unas veces nos toca ser todo y otras, desgraciadamente, no ser nada, unas veces ser amo y otra marioneta, unas veces dar y otras recibir, unas veces dañar y otras sufrir, unas veces ganar y otras perder, unas veces amar y otras llorar.

miércoles, 1 de junio de 2011

Papá te contaré otra vez.


Éranse una vez unos locos que decidieron irse de acampada a las plazas, no llevaban pantalones de campana ni colorearon mayo con flores rojas, no eran activistas políticos, ni tan solo estudiantes idealistas o rudos proletarios, muchos de ellos tampoco eran carne de ideología ni tenían banderas ni insignias ni etiquetas, solo megáfonos de cartón que empapaban, con sus mensajes, de justicia el cielo, no fueron necesarios adoquines ni barricadas, sino únicamente cadenas de eslabones humanos reclamando un poco de humanidad en esta civilización deshumanizada. No eran tan osados como para pedir lo imposible o reclamar un nuevo mundo, ni tampoco tan presuntuosos como para pensar que estaban cambiando la historia, simplemente pedían que lo que se decía hacer se hiciera bien, que todo acto no cayera en un saco roto empapado de hipocresía.
 Pues el enemigo de esta vez no era tan claro como el viejo gris e uniformado de los retratos, o los mapas de pocos colores que sobre el mapamundi dibujaban los imperios de entonces, tampoco lo eran las guerras injustas -aunque todavía siguiera habiéndolas- pues por desgracia casi nadie se acordaba  ya de ellas,  esta vez los enemigos eran unos verdaderos gigantes tan peligrosos y tolerados como protegidos por esa marea inabarcable de aroma nauseabundo en que se había convertido la política; enemigos todos mimetizados con el ambiente, inmiscuidos entre nosotros como una quinta columna, escondidos en las más irreverente cotidianeidad.
En cuanto a los actores principales esta vez no eran el producto de una generación perdida que decidió rebelarse contra el conservadurismo de sus padres, no eran hijos de posguerra ni proletarios que aún creían en la utópica sociedad igualitaria, sino simplemente pobres diablos sin trabajo, licenciados encaminados hacia el mismo destino, amantes insatisfechos de una tal Democracia vaga y acomodada, e indignados enojados con el tráfico de esclavos tolerado y sangrante que practicaban esos  gigantes de los que hablé antes. Gentes de infinitas procedencias, edades y realidades que no se creían el teatro de marionetas alevosamente perpetrado por los que controlaban el cotarro, ni los terribles y cínicos llantos de los bancos. Voces  antes atormentadas por sentirse solas en su crítica muda al sistema, y voces que al fin, y gracias a un verdadero drama como escenario, se acabaron encontrando y gritaron al unísono hasta silenciar el rumor de esas  plazas ruidosas.