Guerras, guerras cuya única premisa era la lucha sin cuartel: en cualquier calle, en cualquier esquina, en cualquier momento, contra cualquier negocio, contra cualquier tipo del clan rival; Domenico Macamazzone, el capo de los Macamazzone, había llegado la conclusión de que esta era la única solución después de ver como en los últimos tiempos apenas tenía márgenes para remunerar a los suyos, por lo que una guerra daría o bien nuevos tributos a la familia o en el peor de los casos menos bocas que alimentar.
En este tipo de guerras totales por lo general había dos frentes, uno público que desangraba las calles con vertiginosos encuentros y tiroteos tanto a pié como desde las “motorino”, con tiroteos de presentación a los nuevos negocios a los que se pretendía cobrar el tributo, este frente era sin lugar a dudas el más vistoso y por consiguiente el más peligroso. Y después estaba la otra vertiente más intimista y privada, los llamados trabajos finos, encaminados a eliminar a los capos y a los jefacillos rivales para así descabezar a la familia y provocar el caos interno y la división entre los que estaban dispuestos a seguir la guerra guiados por la sed de venganza y los que veían el alto el fuego como la mejor opción para reorganizarse, y así dejar la venganza para más adelante cuando la supremacía de los otros les hiciera acomodarse y en ese caso despacharles una venganza bien fría.
Peppino, ante esta situación, tenía una cosa clara y es que no iba a dejar pasar por alto esta oportunidad. No sería la primera vez que mataría, que se lo digan a aquel pobre diablo recién llegado a Forcella que tuvo la mala fortuna de llamar “enanito” a la persona equivocada, aunque tampoco se puede decir que fuera un pistolero consumado. Claro que para entender la habilidad de Peppino antes tendrían que hacerse una idea del escenario. No sé si conocen Nápoles, para hacernos una idea digamos que son un par de larguísimos ejes relativamente anchos que se cruzan perpendicularmente, y en paralelo a estos dos ejes un sinfín de callejuelas estrechas que se pierden en la oscuridad –los llamados vicos-, en definitiva, un lugar idóneo para golpear y escapar. En este ambiente fue donde Peppino comenzó a forjar su leyenda, su “modus operandi” siempre solía ser el mismo y se podía decir que era infalible, siempre sabía ingeniárselas para granjearse una banda de muchachos entre la que camuflarse, después simulaba comportarse como un chiquillo más pero al mismo tiempo hacía de “palo” y no se le escapaba una.
Podía estar horas esperando a su víctima, incluso días, si Peppino tenía alguna virtud esa era la paciencia, paciencia para esperar sin temor alguno, dentro de la boca del lobo, a que saliera su objetivo, respecto a la guerra, el toque de queda había quedado fijado para las cuatro de la tarde en adelante, por lo que sólo pasaría inadvertido por las mañanas. El primer encargo de Peppino, una vez había comenzado la guerra, fue cargarse a un tendero que se había pasado el tiroteo de advertencia por la suela de los zapatos, normalmente no era tan cruda la realidad y solían darte más avisos, pero Domenico Macomazzone quería una guerra lo más rápida y limpia posible –para su clan-por lo que quiso dar un golpe sobre la mesa y hacer escarmentar a los demás tenderos y pizzeros de Spaccanapoli para hacerles entender que quien no pagara el tributo lo pagaría con su sangre. El plan era tan sencillo como entrar en la pasticeria de Ciccero –que ya tenía la fachada marcada por balazos-, pedir una riccia y un café espresso, y mientras el rebelde de Ciccero le diera las espaldas clavarle dos balazos mortales en la nuca. Después llegaría el momento más complicado una vez que los “palos” de los Esposito habrían dado la voz de alarma, el de la huída vertiginosa a través de los vico.
Podía estar horas esperando a su víctima, incluso días, si Peppino tenía alguna virtud esa era la paciencia, paciencia para esperar sin temor alguno, dentro de la boca del lobo, a que saliera su objetivo, respecto a la guerra, el toque de queda había quedado fijado para las cuatro de la tarde en adelante, por lo que sólo pasaría inadvertido por las mañanas. El primer encargo de Peppino, una vez había comenzado la guerra, fue cargarse a un tendero que se había pasado el tiroteo de advertencia por la suela de los zapatos, normalmente no era tan cruda la realidad y solían darte más avisos, pero Domenico Macomazzone quería una guerra lo más rápida y limpia posible –para su clan-por lo que quiso dar un golpe sobre la mesa y hacer escarmentar a los demás tenderos y pizzeros de Spaccanapoli para hacerles entender que quien no pagara el tributo lo pagaría con su sangre. El plan era tan sencillo como entrar en la pasticeria de Ciccero –que ya tenía la fachada marcada por balazos-, pedir una riccia y un café espresso, y mientras el rebelde de Ciccero le diera las espaldas clavarle dos balazos mortales en la nuca. Después llegaría el momento más complicado una vez que los “palos” de los Esposito habrían dado la voz de alarma, el de la huída vertiginosa a través de los vico.
Dicho y hecho, Nápoles no estaba hecha para dudar, se vivía intenso siempre con la muerte pisándote los talones y también si no te andabas con ojo se moría rápido, ya lo dice el dicho “Ver Nápoles y morir”. Mientras tanto en el pueblo empezaba a forjarse un nuevo ídolo, la del “giovanotto fatale” (el jovencito terrible).

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