La Nápoles de “Peppino” era una Nápoles derruida, con sus calles sangrando y agonizando por el terrible terremoto de un par de años de atrás, un espectro de ciudad que intentaba regenerarse en vano, una Nápoles dura y sombría donde los recursos escasearon mucho más de lo habitual y en donde había que estar dispuesto a pelear por llevarse un mísero trozo de pan a la boca. Por lo demás, más allá de aquel anómalo escenario con aroma a posguerra, nada había cambiado.
Supongo que os preguntareis quien era ese tal Peppino, una pregunta complicada pues a los personajes de su naturaleza les gustaba ser temidos, el temor marcaba el prestigio en las calles, pero en cuanto a ser reconocidos sólo lo justo y necesario pues en ello les iba la vida, eso sí, no renunciando nunca a su parte de la leyenda. Peppino di Mauro tenía un trabajo y en su desempeño se podría decir que era brillante, y no sólo eso, era incluso admirado, un ejemplo a seguir, un ídolo infantil más como cualquier futbolista de la época, quién sabe si por el físico infantil del propio Peppino. Una apariencia que guardaba en su origen una triste historia, la de ese niño bastardo y maldito que había nacido de las entrañas de una prostituta calabresa y que desde pequeño había sufrido palizas un día sí y otro también, en una de estas cayó por las escaleras y se rompió los dos fémures, acabando de esta manera su etapa de crecimiento a los diez años.
Imagínense lo que podía significar quedarse en un metro cuarenta para el resto de tu vida en una ciudad como Nápoles, sin embargo, Peppino no estaba dispuesto a dejarse torear y lo que le faltó de físico lo compensó con creces con una mala leche visceral. Nápoles era una ciudad miserable, desde el terremoto aún más, esto tenía un aspecto positivo y es que todavía no se había disipado esa solidaridad vecinal como ya había ocurrido en la mayoría de las grandes ciudades, Nápoles era como una ciudad que se negaba a ser ciudad y prefería seguir siendo pueblo. Dentro de semejante panorama, Peppino pudo enrolarse en las filas de los Macomazzone y trabajar como “palo” para uno de los jefacillos del barrio, a simple vista no se distinguía de los otros niños por lo que era perfecto para desarrollar esta labor, labor que consistía en estar todo el día, como un palo, controlando una zona como el que no quiere la cosa y avisar si las cosas no transcurrían por cauces normales, ya fuera una injerencia policial o incursiones de algún clan rival.
Los años fueron pasando y Peppino no se conformó con ser un peón más dentro del clan de los Macamazzone, por aquel entonces había ascendido dentro de la familia y ahora él era otro jefacillo más que se encargaba de organizar la recaudación del tributo entre los tenderos de su zona y de supervisar que los “palos” estuviesen en su sitio. De todas formas, sólo con motivo de una campaña expansiva empezaría a escribir su propia leyenda, y este tipo de políticas en Nápoles solo podían significar una cosa: una guerra entre familias.

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