miércoles, 31 de agosto de 2011

La dura historia de Peppino.(Parte II)

Guerras, guerras cuya única premisa era la lucha sin cuartel: en cualquier calle, en cualquier esquina, en cualquier momento, contra cualquier negocio, contra cualquier tipo del clan rival; Domenico Macamazzone, el capo de los Macamazzone, había llegado la conclusión de que esta era la única solución después de ver como en los últimos tiempos apenas tenía márgenes para remunerar a los suyos, por lo que una guerra daría o bien nuevos tributos a la familia o en el peor de los casos menos bocas que alimentar.
En este tipo de guerras totales por lo general había dos frentes, uno público que desangraba las calles con vertiginosos encuentros y tiroteos tanto a pié como desde las “motorino”, con tiroteos de presentación a los nuevos negocios a los que se pretendía cobrar el tributo, este frente era sin lugar a dudas el más vistoso y por consiguiente el más peligroso. Y después estaba la otra vertiente más intimista y privada, los llamados trabajos finos, encaminados a eliminar a los capos y a los jefacillos rivales para así descabezar a la familia y provocar el caos interno y la división entre los que estaban dispuestos a seguir la guerra guiados por la sed de venganza y los que veían el alto el fuego como la mejor opción para reorganizarse, y así dejar la venganza para más adelante cuando la supremacía de los otros les hiciera acomodarse y en ese caso despacharles una venganza bien fría.
Peppino, ante esta situación, tenía una cosa clara y es que no iba a dejar pasar por alto esta oportunidad. No sería la primera vez que mataría, que se lo digan a aquel pobre diablo recién llegado a Forcella que tuvo la mala fortuna de llamar “enanito” a la persona equivocada, aunque tampoco se puede decir que fuera un pistolero consumado. Claro que para entender la habilidad de Peppino antes tendrían que hacerse una idea del escenario. No sé si conocen Nápoles, para hacernos una idea digamos que son un par de larguísimos ejes relativamente anchos que se cruzan perpendicularmente,  y en paralelo a estos dos ejes un sinfín de callejuelas estrechas que se pierden en la oscuridad –los llamados vicos-, en definitiva, un lugar idóneo para golpear y escapar. En este ambiente fue donde Peppino comenzó a forjar su leyenda, su “modus operandi” siempre solía ser el mismo y se podía decir que era infalible, siempre sabía ingeniárselas para granjearse una banda de muchachos entre la que camuflarse, después simulaba comportarse como un chiquillo más pero al mismo tiempo hacía de “palo” y no se le escapaba  una.

Podía estar horas esperando a su víctima, incluso días, si Peppino tenía alguna virtud esa era la paciencia, paciencia para esperar sin temor alguno, dentro de la boca del lobo, a que saliera su objetivo, respecto a la guerra, el toque de queda había quedado fijado para las cuatro de la tarde en adelante, por lo que sólo pasaría inadvertido por las mañanas. El primer encargo de Peppino, una vez había comenzado la guerra, fue cargarse a un tendero que se había pasado el tiroteo de advertencia por la suela de los zapatos, normalmente no era tan cruda la realidad y solían darte más avisos, pero Domenico Macomazzone quería una guerra lo más rápida y limpia posible –para su clan-por lo que quiso dar un golpe sobre la mesa y hacer escarmentar a los demás tenderos y pizzeros de Spaccanapoli para hacerles entender que quien no pagara el tributo lo pagaría con su sangre. El plan era tan sencillo como entrar en la pasticeria de Ciccero –que ya tenía la fachada marcada por balazos-,  pedir una riccia y un café espresso, y mientras el rebelde de Ciccero le diera las espaldas clavarle dos balazos mortales en la nuca. Después llegaría el momento más complicado una vez que los “palos” de los Esposito habrían dado la voz de alarma, el de la huída vertiginosa a través de los vico.
Dicho y hecho, Nápoles no estaba hecha para dudar, se vivía intenso siempre con la muerte pisándote los talones y también si no te andabas con ojo se moría rápido, ya lo dice el dicho “Ver Nápoles y morir”. Mientras tanto en el pueblo empezaba a forjarse un nuevo ídolo, la del “giovanotto fatale” (el jovencito terrible).

sábado, 27 de agosto de 2011

La dura historia de Peppino.(Parte I)


La Nápoles de “Peppino” era una Nápoles derruida, con sus calles sangrando y agonizando por el terrible terremoto de un par de años de atrás, un espectro de ciudad que intentaba regenerarse en vano, una Nápoles dura y sombría donde los recursos escasearon mucho más de lo habitual y en donde había que estar dispuesto a pelear por llevarse un mísero trozo de pan a la boca. Por lo demás, más allá de aquel anómalo escenario con aroma a posguerra, nada había cambiado.
Supongo que os preguntareis quien era ese tal Peppino, una pregunta complicada pues a los personajes de su naturaleza les gustaba ser temidos, el temor marcaba el prestigio en las calles, pero en cuanto a ser reconocidos sólo lo justo y necesario pues en ello les iba la vida, eso sí, no renunciando nunca a su parte de la leyenda. Peppino di Mauro tenía un trabajo y en su desempeño se podría decir que era brillante, y no sólo eso, era incluso admirado, un ejemplo a seguir, un ídolo infantil más como cualquier futbolista de la época, quién sabe si por el físico infantil  del propio Peppino. Una apariencia que guardaba en su origen una triste historia, la de ese niño bastardo y maldito que había nacido de las entrañas de una prostituta calabresa y que desde pequeño había sufrido palizas un día sí y otro también, en una de estas cayó por las escaleras y se rompió los dos fémures, acabando de esta manera su etapa de crecimiento a los diez años.
Imagínense lo que podía significar quedarse en un metro cuarenta para el resto de tu vida en una ciudad como Nápoles, sin embargo, Peppino no estaba dispuesto a dejarse torear y lo que le faltó de físico lo compensó con creces con una mala leche visceral. Nápoles era una ciudad miserable, desde el terremoto aún más, esto tenía un aspecto positivo y es que todavía no se había disipado esa solidaridad vecinal como ya había ocurrido en la mayoría de las grandes ciudades, Nápoles era como una ciudad que se negaba a ser ciudad y prefería seguir siendo pueblo. Dentro de semejante panorama, Peppino pudo enrolarse en las filas de los Macomazzone y trabajar como “palo” para uno de los jefacillos del barrio, a simple vista no se distinguía de los otros niños por lo que era perfecto para desarrollar esta labor, labor que consistía en estar todo el día, como un palo, controlando una zona como el que no quiere la cosa y avisar si las cosas no transcurrían por cauces normales, ya fuera una injerencia policial o incursiones de algún clan rival.
Los años fueron pasando y Peppino no se conformó con ser un peón más dentro del clan de los Macamazzone, por aquel entonces había ascendido dentro de la familia y ahora él era otro jefacillo más que se encargaba de organizar la recaudación del tributo entre los tenderos de su zona y de supervisar que los “palos” estuviesen en su sitio. De todas formas, sólo con motivo de una campaña expansiva empezaría a escribir su propia leyenda, y este tipo de políticas en Nápoles solo podían significar una cosa: una guerra entre familias.

viernes, 26 de agosto de 2011

Los hijos del clan.


Todo nuevo hijo que madre daba al clan de Cierva desde muy pronto iniciaba el camino de aprendizaje que debía prepararle para superar el desafío de madurez. Desde pequeños, cuando todo el clan se reunía alrededor de la hoguera para contar las anécdotas del día, oían las historias de como los primeros hijos del clan  superaron con ayuda del fuego el miedo a ese mundo negro que estaba a sus espaldas y que se abría en lo más profundo del abrigo de la gran montaña que les servía de hogar, un mundo tenebroso y oscuro, mucho más que la noche, del que apenas le llegaban susurros ininteligibles y ecos de gotas que caían sobre lagos invisibles que se perdían en el vació de la oscuridad sin ser vistos. Desde entonces habían nacido tantos hijos en el clan que les era imposible recordar los nombres de sus antepasados, claro que el respeto y el ejemplo de su enorme valentía estaban todavía en boca del clan.
Los jóvenes también oían ensimismados las historias de aquellos hijos del clan que no se conformaron solamente con penetrar en la oscuridad del mundo negro, y que dejaron dibujadas las siluetas de cierva, el ánima del clan, junto a unas rayas y marcas desconocidas que todavía no acababan de comprender. De  estas historias también grababan en su memoria la situación de la cierva y los pasos a atravesar para llegar a ellas, pues todos sabían que tarde o temprano como hijos del clan debían demostrar su valía y sellar su pertenencia al clan encontrando esa cierva roja de la que habían oído tanto hablar, para ello, tenían que vencer el terror a lo desconocido y adentrarse en el mundo negro, con ayuda del fuego y de la cuerda, debían vencer a la excitación y templar sus nervios ya que la entrada en el mundo negro no suponía solo un viaje de ida, y debían tener capacidad de organización, la misma que no muchos amaneceres después les serviría tanto en el mantenimiento del clan y como en la caza.
Sólo después de esto podían llegar al disfrute y el estremecimiento de ver por primera vez a cierva roja a través de la luz del fuego, padecer el éxtasis de haber sido capaces de encontrarla después de haber superado decenas de obstáculos y peligros, y lo que quizás sea aún más importante, conseguir la aprobación del mentor  que los seguía a distancia y que una vez vueltos al mundo de la luz debía pedir a los demás miembros adultos del clan la aceptación de los jóvenes dentro del círculo de madurez.
De esta forma renacían dentro del clan gozando de todos los privilegios, ya podían participar en el aprovisionamiento de alimentos  como cazadores, pescadores o recogedores de frutos, tenían voz y opinión en las reuniones que decidían las actuaciones de las que dependía el futuro del grupo,  podían mantener  la supervivencia del clan con su sangre a través de su progenie y también conseguían el derecho a contar historias, pues no se entraba –y se regresaba con vida- todos los días en el mundo negro.

lunes, 22 de agosto de 2011

¡Pelea, viejo, pelea!



La muerte nos acecha en cada esquina
nos recuerda que nada nos pertenece
aunque nos engañemos a cada instante
con las migajas que caen de la mesa.
No existen ni ideologías, ni moral ni victorias,
solamente analgésicos materiales y caducos.
No te querrás dar cuenta hasta el día de tu muerte,
pero al final entenderás que no hay lugar a paraísos,
sino solamente huesos, polvos y cenizas.
Deja de engañarte, aunque así disfrutes
pues  recuerda que una vez llegada la mancha
no queda nada al descubierto, ningún pasado, nada.
No todo es malo, es solo una vuelta a los orígenes
un billete sin retorno de retorno a la inexistencia
así que no pierdas tu tiempo en inútiles rodeos,
actúa hoy y vivirás mañana, no hay otro camino
hagas lo que hagas no tendrá su eco en la eternidad,
acaso en unos legajos sucios, en una historia anónima,
pero no podrás nunca llegar a escuchar esas voces mutiladas.
Las muertes acaban siendo poco más que estadísticas
poco más que una exclamación muda de pavor,
tan intensa como imperdurable en la eternidad,
en este frío invierno de calores y carnes rosadas.
Mira el reverso, el lado bueno, no heredas sufrimientos
¿acaso no es esto suficiente reino de los cielos?
Para algunos será un castigo, pero al menos es imparcial,
todos nacemos desnudos y acabamos muriendo solos.
salid de vuestra burbuja y disfrutad, sin presuntuosidad,
Y nunca vuelvas a olvidarme, ni a mí ni a la mancha
que acaba devorándonos como una lengua de lava fría.

jueves, 18 de agosto de 2011

Los amantes del círculo polar.


¿Nunca se te ocurrió coger tu confortable vida de prestado redirigido, empaquetarla y mandarla al quinto infierno? Algo parecido debieron pensar esos dos locos valientes aquella fría tarde de otoño en que decidieron reinventar sus vidas con la diferencia de que ellos sí que darían el paso. Eran dos desengañados más de esa sociedad fría que se hallaba arraigada sobre unas raíces de humo, deshumanizada, cínica, desangelada, hipócrita, consumista, materialista, antinaturalista... No fue algo impuesto, tampoco fue consensuado ni acordado, digamos que simplemente fue intuido, prácticamente reconocido, el momento era ese, de lo contrario nunca volvería a presentarse tan claro, tan desesperado, simplemente llegó el momento en que se presentaron dos bifurcaciones inconexas y sin retorno más allá de aquel vértice que servía de origen.
Fue el producto de la evidencia, la fría certeza de que no había nada más allá de ellos mismos, todos sus lazos del pasado habían ido difuminándose hasta quedar como un sutil esbozo de compromisos y obligaciones difícilmente conservables y sin embargo fácilmente olvidables. En cuanto al destino se decantaron por un camino incierto y desconocido, pero por otra parte estaban seguros de que lo reconocerían en cuanto lo tuvieran delante. Tras algunos años de formación y de búsqueda errante llegaron a esa cabaña abandonada en medio de la nada, de la que tan solo sus maderas eran testimonio y señal de esa denostada civilización de la que huyeron tan afanosamente, una cabaña que con sus enredaderas salvajes y sus líquenes era una metáfora perfecta del giro total que ellos habían dado a sus propias vidas.
Cada día redescubrían la belleza de ese atardecer salvaje, y se conmovían cada solsticio con ese crepúsculo interminable que les regalaba el sol de medianoche, resucitaron viejos instintos, los más poderosos, aquellos que guiaban a la supervivencia, recordaron cómo se recolectaba y cómo se cazaba. Sólo se tenían a ellos y sin embargo no necesitaban a nadie más, recuperaron una pasión, no siquiera ya olvidada, sino incluso desconocida. Y en las largas noches de invierno rememoraron esas ya olvidadas miradas del pasado que estudiaban el cielo infinito desde el fuego de una hoguera, y es entonces cuando firmaban su perdición, y aun así cada día acudían nuevamente a la cita guiados por el más tentador masoquismo.
Sin embargo, la mayor satisfacción que vivieron fue coger su Winchester del 22 y matar de un balazo el tiempo, el compromiso, la obligación, la planificación, el deber, el interés, el don contra don, la necesidad, el amor y tantos otros convencionalismos que lastraban cualquier intento de libertad. Pudieron decir que fueron felices hasta el punto de obviar el hecho de que la felicidad fuese otro de esos convencionalismos. Y así vivieron años y años hasta que un día uno de los amantes faltó a la cita con las estrellas, y es entonces cuando el Winchester cerró el círculo que se abrió aquella fría tarde de otoño en que decidieron mandar todo al garete.