jueves, 24 de marzo de 2011

Andar de espaldas para chocarse de frente.


¿Qué será de ti, occidental? Tú, que vives de espaldas a la realidad, que te obcecas en subestimar a la naturaleza, que sin creer en dioses has terminado tú mismo por autodivinizarte. A fuerza de negar has acabado por renegar de ese orden natural que es el caos, le has puesto cotas, intervalos, probabilidades, medidas, tiempo, azar, todo con tal de ordenarlo para ser capaz de asimilar aquello que escapaba a tu conciencia y a tu imperfecta inteligencia.
 Y lo que es peor, has acabado por ofender a su más efectivo esbirro, la muerte, olvidándola, pero no de cara a cara, lo que empeora aún más la situación, sino huyendo por el costado y poniendo distancia de por medio, con cobertura sanitaria -¿infinita?-, desnaturalizando tu cuerpo hasta hacer estallar  tu cerebro y tus entrañas.  Tú, que una vez desprovisto de ese manto de invulnerabilidad que ha creado tu mal llevado orgullo acabas por enterrarte en el fango, y toda esta resistencia ¿para qué? ¿Para acabar presenciando tu propio ahogamiento en un minúsculo vaso de realidad, para ahogarte con las flemas de un simple resfriado?
Eso sí, quizás partirás tranquilo, quizás con un poco de suerte te dé tiempo a despedirte, a ver por última vez esas burbujas de cristal con todos esos rascacielos y bloques comunitarios en torno a cuadriculadas áreas verdes, esas casas imposibles que parecen tambalearse sobre el vacío mar azulado y que sin embargo nunca terminan por caer,  esas circunvalaciones y rondas hacia todas las direcciones con sus interminables anillos de asfalto, esos decadentes y grises polígonos industriales en los que paradójicamente se generan tanta riqueza, y qué decir de esa tecnología que te dio más de lo que pudiste asimilar y que se te acabó yendo de las manos hasta acabar explotando en tus narices.
Sin embargo, poco después,  ya no serás más que polvo, huesos y cenizas.

viernes, 18 de marzo de 2011

Carta a una desconocida.


Y  te encontré donde menos cabía esperar encontrarte.
Digamos que estaba  deambulando famélico y hambriento por Regent Street, digamos que me topé con ese pakistaní tan simpático que ofrecía tickets de descuentos varios y hamburguesas promocionadas y que sin quererlo ni esperarlo vino a convertirse en nuestro particular alcahueto, o si se prefiere, Cupido, para ser más líricos. Empezaba a esconderse el sol y la gran avenida a vaciarse, cuando por fin tras 500 metros, a un palmo de Picadilly Circus, te encontré. Rubia, menudita y magra, con unos ojitos verdes gigantes, unas pecas graciosas que no desentonaban y esa sonrisa cuasi perfecta que todo lo llenaba, incluso un lugar tan decadente y autómata como ese Macdonalds de Regent Street.
Y a medida que me acercaba con mi ticket descuento en la mano empecé a desnudarte, a conocerte, a intentar reconstruir detalles de tu biografía sirviéndome de tus accesorios, me fijé en tu etiqueta y supe que te llamabas Raquel, escuché como endulzabas un inglés mediocre con tu acento y supe que eras española, en este momento ya había desaparecido de mi vista el  resto de dependientas. Entonces invertí mi pensamiento en hallar la forma de forzar un contacto contigo, tuve que hacerme el extranjero y poner cara de tonto para que me sustituyeran en otra caja adyacente, estaba decidido en  que  solo podías atenderme tú.
Ese primer objetivo lo conseguí, después quedaba lo más difícil, pensar a un metro escaso de ti cómo haría para darte entender que me había fijado en ti pero a la vez haciéndome el enigmático y el interesante para llamar tu atención. Una vez llegado el momento me soltaste ese "How can I help you?" totalmente paramétrico, y mientras masqué un simple "hola" no pude evitar ver mi risa reflejada en tus pupilas,  entonces tú teñiste tus pecas de un vivo color rojo y viste tu sonrisa reflejada en las mías, y entonces antes de comenzar nuestra transacción alimentaria te autoafirmaste, inconscientemente y en voz alta, de que yo era español. Eran tus primeros días en ese trabajo de mierda, se te notaba un poco perdida pero lo suplías con un encanto de lo más ingenuo que rellenaba el cupo de paciencia a cada cliente, todo bajo la atenta mirada de tu compañera, la misma que nos vio riendo como tontos, y pensé que alguien que llevaba tan bien un trabajo como ese verdaderamente debía valer la pena. Te di ese ticket, me interrogaste sobre mi procedencia y descubriste algunas pinceladas de mi biografía, después yo supe que eras o que venías de Barcelona mientras me pusiste ese mcpollo y la fanta de naranja.
Te dije un hasta luego, pues tenía claro que volvería en tu busca, recibí un ciao y otra nueva sonrisa, pocas veces me agasajaron con tanta simpatía en un contexto semejante, y emprendí el camino de salida hacia un destino incierto que ni siquiera recuerdo puesto que no podía sacar tu gesto de mi maltrecha cabeza. Volví  al día siguiente a la misma hora, al mismo lugar, de nuevo me proveí por gentileza del simpático pakistaní de otro ticket de descuento. Nuevamente fui a tu Mcdonalds, nuevamente me puse en tu cola sin estar muy seguro de encontrarte allí, no te vi en un primer momento, pero por fin tras un par de minutos de incertidumbre entreví  tus bucles dorados bajo esa horrible gorra negra, fui avanzando en la fila sin saber muy bien lo que ocurriría y pensando miles de combinaciones de palabras posibles con tal de conseguir  esa copa contigo.
Esta vez me viste antes de tiempo, sonreíste y murmuraste alguna cosa a tu compañera, te saludé, y de nuevo me soltaste un "Can I help you?", obviamente me vacilaste, sabías perfectamente quién era yo, y me dijiste qué cosa tomaba, y yo te pedí lo mismo -eso era lo de menos-, te fuiste a llenarme el vaso de fanta, y me preguntaste desde la distancia si quería algo más, en este momento vi la oportunidad de romper la barrera de la normalidad y la dimensión de lo estrictamente tolerable en semejante ámbito,  y te contesté con otra pregunta: la hora a la que finalizabas tu jornada, recibiendo unas 10 y media por respuesta y una nueva sonrisa deslumbrante, esto me dio confianza, y te esbocé la invitación a esa copa, reíste y me contestaste que esa noche ya tenías planes con una amiga.
Obviamente esta respuesta me enfrió, y lo notaste enseguida, por lo que propusiste que otro día, que en qué parte de Londres vivía, que nos diéramos los teléfonos. Me reí con una mezcla de ironía y amargura, cogí la bolsa, te miré y me fui con una fanta aguada y un mcpollo hacia los neones de Piccadilly Circus. Mi avión salía el día siguiente, supe entonces que en ese momento no estábamos preparados para cruzarnos.
Y así fue como sin saberlo me robaste 10 minutos de mi vida, o si lo prefieres, podemos decir que me los dejé sobre esa bandeja sucia con restos de tomate y patatas deluxe.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Desgaste.


Desde esa lejanía que empieza a extender un velo opaco sobre gran cantidad de momentos apenas discernibles en esa farsa llamada tiempo, con decenas de ciudades colonizadas, con un largo inventario de nuevos paisajes que sin embargo apenas te consiguen sorprender, cientos de conocidos a tus espaldas, amigos y enemigos, indiferentes y neutros, dentro de una carcasa que no dentro de mucho emprenderá el ineludible camino de la decadencia.
Es entonces cuando te das cuenta de que no solo es sudor la sustancia que se evapora entre la verde hierba viva, de que tampoco es solo sudor aquello que se consume en esas cálidas sábanas sucias ni en esa almohada repleta de cabellos, de que no solo con sudor regamos el triste pavimento que nos sirve de alfombra. Y claro que no es solo sudor, somos nosotros mismos los que nos vamos desgastando proyectados por una implacable inercia apenas perceptible, pero dolorosamente continua a fin de cuentas. Somos nosotros los que nos dejamos la piel en cada esquina, en cada suceso, en cada experiencia, en cada aventura de la que tomamos parte, en cada par de muslos abiertos, en cada mordisco, en cada conquista, en cada retirada -digna o indigna-, en cada caricia, en cada pellizco, en cada camino recorrido o por recorrer, en cada instante, como un péndulo que en cada devenir se cobrara en carne, a través de una minúscula e inexorable guillotina, el tributo que debemos pagar por cada respiración.
También somos nosotros los que nos desangramos con cada uno de los navajazos que recibimos cada cierto tiempo de manos de los payasos de ese, aparentemente maravilloso, circo que decidimos llamar "vida", y que no solo nos obsequia, por lo general, con un dolor incomprensible sino que aparte nos marca con una infinita cicatriz más profunda que la de cualquier estocada clavada a fuego.
Y sin embargo, lo más triste de todo es que aun siendo nosotros los que nos desgastamos como las suelas de unos zapatos viejos, macabramente no somos nosotros los que sistemáticamente decidimos los lugares donde nos dejamos el pellejo, como tampoco seremos los que escribamos nuestra ¿propia? historia. Puesto que a fin de cuentas no somos más que un cúmulo de etiquetas, un trozo de carne con código de barras, denominación de origen y por supuesto fecha de caducidad.
¡Bienvenidos al circo!

martes, 15 de marzo de 2011

Mente en blanco.




Sinceramente no sabía de que hablar, dirán que me encuentro ante un problema, y yo les contestaré que nada más lejos de la realidad, puesto que no tener una idea preconcebida sobre lo que escribir es como encontrarse en una playa virgen, en tierra salvaje, sin prejuicios, sin acotaciones, en una palabra: neutro. O si lo prefieren más pedante definámoslo como deconstruido, me encanta esta palabra, algo así como una destrucción ordenada, controlando en todo momento el destino de aquellos bloques -literales o emocionales- que hemos hecho volar por los aires, ya sea con la intención de rescatarlos según nos convenga o bien para volver a unificarlos en un futuro.
Y es justo en este momento cuando empiezo a vislumbrar algo que sin ser llamado reclama ser comentado, muy bien, sigamos el juego, hablábamos de la deconstrucción, una vuelta a nuestros orígenes, desnudarnos paulatinamente de todas aquellas experiencias, prejuicios, circunstancias que ya desde la perspectiva de una cierta madurez han provocado que seamos como seamos. Si bien no debemos por qué entender esto como un proceso dramático, al contrario, podemos -y debemos- enfocarlo como un conocimiento de nosotros mismos. De hecho diría que la diferencia principal entre alguien verdaderamente sabio y el resto no es más que la autoconsciencia, es decir, saber o intentar saber en todo momento en qué punto nos encontramos y qué estamos buscando, algo así como una partida de ajedrez, adelantarnos algunos movimientos al ritmo de nuestra existencia, en cierto modo podemos enfocarlo como un viaje al futuro pero sin coches que viajan en el tiempo ni agujeros de gusano ni pliegues espacio-temporales.
Obviamente hablar de todo esto no ha sido algo casual, sino más bien una proyección de mi situación actual y del enorme tiempo libre del que disfruto, sin objetivos a corto plazo -ahora es cuando discretamente me río de la "neutralidad" de la que antes me enorgullecía-, lo que no quiere decir parado sino más bien expectante. De hecho creo que este proceso de ataraxia me está sirviendo precisamente para deconstruirme, y a partir de esta deconstrucción estoy desarrollando un balance, algo así como un inventario y una puesta en orden  del papeleo que durante todo estos años se han ido acumulando en mi cabeza, fruto de mis desmadres personales, de mis elecciones erradas, también de las acertadas, en definitiva... de mi existencia.
No voy a engañarme ni a engañaros que con tanto tiempo libre en ciertos momentos puedo aburrirme -o cansarme- un poco pero también es cierto que de todo esto espero sacar algo en claro, y ese claro no debería ser otra cosa que un aumento de grado en mi propia autoconsciencia, no llegaré al extremo de ser un sabio, pero sí al extremo de alejar un poco más ese mismo extremo que antes me limitaba y que ahora -espero- empieza a desplazarse algunos centímetros más allá. Ciertamente, puedo andar equivocado, como tantas veces me he equivocado... como con esa maldita chica, con esa falsa amistad, con ese pase/o mal dado; pero esta vez intuyo que será de esas "veces" beneficiosas, aunque otra vez más el miedo que tengo es que ya he valorado como "esta vez" otras "veces" que al final acabaron desembocando en un mar nefasto.
En el caso de que llegáramos a este punto tan dramático, como bien dice un sabio de verdad, un tal Einstein: “la crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas […] porque la crisis trae progresos”, si bien es un hándicap bastante importante el pasar de la teoría a la práctica.


martes, 8 de marzo de 2011

Cuando inicies tu viaje a Nápoles



Cuando inicies tu viaje a Nápoles
desearás que el camino sea corto
lleno de tranquilidad, exento de imprevistos.
No temas a los vendedores ambulantes
ni a los camorristas y al furioso revisor.
Jamás encontraras tales cosas en tu devenir
si tus pensamientos te llevan por la senda de la picaresca,
si una gran astucia toca tu cuerpo y tu espíritu.
Jamás contactarás a los vendedores,
a los camorristas y al fiero revisor,
si los alejas de tu alrededor,
si la desgracia no los cruza contra ti.

Ruega entonces que el camino sea corto
que sean pocas las horas muertas en la estación,
en que sufras esperas por primera vez vistas.
¡Con qué impaciencia, con qué desasosiego!
Entonces detente en las pizzerías del centro
y compra auténticas marinaras,
riccias y frollas, pastieras y babás
y mozzarella de leche de búfala.
Compra tantos sabrosos pasteles como puedas.
Visita una multitud de pueblos
para aprender y aprender como sobrevivir en Nápoles

Mantén siempre tu beca fija en tu mente
mantenerla es tu meta ultima
pero gástala al fin del viaje.
Es mejor no dejarla durar por largos años,
a ser posible volar a tu patria con un depurado italiano.
Alucinado con todo lo que habrás visto en Forcella,
deseando que en tu patria no gastes más tu suerte.

Nápoles te ha dado una hermosa experiencia
sin ella jamás hubieras sobrevivido al viaje,
pero no tiene más que darte.

Y si la encuentras pobre, Nápoles no te habrá engañado,
con la gran inteligencia que habrás ganado, con esa astucia
ya habrás entendido qué ha sido Nápoles.


(Inspirado/parafraseado en el poema "Cuando inicies tu viaje a Ítaca" de Constantino Cavafis)