Casi sin darnos cuenta vamos creciendo, pasamos del carrito al triciclo, del triciclo a la bicicleta y de esta con un poco de suerte a la scooter o al coche. Igual caso pero distinto grado en las relaciones humanas: Papá y mamá, los abuelos, el hermanito, los amigos de escuela, empezamos de nuevo: la chica que me gusta, los amigos de instituto, la chica con la que canalizar mi incipiente testosterona, los amigos que elegimos, la novia, los amigos de universidad, la segunda novia, mi prometida, mi mujer, mi hijo, mi divorcio, mi segunda mujer, mi segundo hijo, mis nietos.
Pero seguro que no todos se interrogan porqué soy amigo de gente con la que no tengo nada que ver más allá de compartir casi medio día de mi vida –en clase-, porqué a los doce años empiezo a fijarme en las tías y por qué al año siguiente empiezo a imaginarlas, porqué escribo notitas o poemitas cutres para la chica de la testosterona y por qué me paso el otro medio día que me dejaron mis “amigos impuestos por las circunstancias” pensando en cómo llamar su atención. Igualmente sucede cuando te preguntas por qué, una vez acabado el instituto, descubriste que tras cuatro meses sin saber nada de tus amigos de la infancia estos se te hicieron totalmente dispensables, y por qué con diecisiete años tienes la presión de no haber tenido todavía novia y sobretodo de tener relaciones sexuales cuanto antes.
La respuesta de todo esto puede definirse como “la cultura”, la misma que cuando éramos pequeños nos engañaba diciéndonos que el ser humano es bueno por naturaleza -incluyendo a tus vecinos-, que hace creer a todas las chicas que son princesas de Disney, que nada malo puede pasarnos ni a nosotros ni a nuestro entorno, que podemos y debemos vivir cien años –aunque nuestro estado sea deplorable y recordemos las cosas de hace cincuenta año mejor que las de ayer por la tarde-, que el amor es eterno, que un dios nos controla y retribuye con un infierno que está abajo y un cielo que está arriba, que existe la mala suerte y la ruina más allá de la simple y cruda probabilidad, que todo tiene solución y, lo que es peor, que nos hace vivir de espaldas a la muerte.
La misma que nos hecho olvidar que bajo nuestros bulevares se expandían infinitos cenagales, que si construyes sobre una falla tectónica lo más probable es que acabes volando por los aires, que los recursos tanto combustibles como acuíferos o alimenticios son finitos, que las necesidades materiales no son más que eso, necesidades, tan domesticables y volubles como cualquier otro hábito o vicio. Vivimos de espaldas a la realidad para después, una vez que nos hemos dejado llevar por el tsunami de inconsciencia y de autocomplacencia, regodearnos en nuestras mediocridad y atribuir nuestros fracasos y decepciones a confabulaciones cósmicas judeo-masónicas.
No somos conscientes de que el tiempo es una invención relativamente moderna –lo que no quiere decir que llegar un segundo antes o después puede marcar nuestra existencia-, que fuera de este orden ficticio reina el caos ordenado de la naturaleza, del cosmos o de… llámalo como quieras, pero caos al fin y al cabo, ajeno a nuestra voluntad.
Pero qué le vamos a hacer, así es el superhombre de hoy día, alguien que puede desenvolverse perfectamente en sociedad con los ojos vendados, sin apenas ideales ni principios, lo que no quiere decir que más de uno te pueda recitar de memoria algún capítulo del Capital de Marx o parafrasear algo de Zaratustra.

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