lunes, 18 de abril de 2011

Una historia de independencia.

No fue un día más, no fue un día como otro cualquiera, porque por primera vez dejé una casa, por primera vez hice una mudanza, y sin saber por qué viví un día de sensaciones amargas. Sin ser así degusté el cambio con cierto gusto a derrota, sin ser así porque realmente no es así, es un cambio por puro pragmatismo, y sin embargo me sentí como alguien que huye, como alguien errante, como alguien que escapa. Quizás sea porque me precipité víctima de mi inexperiencia en la elección de mi primera casa, una C-A-S-A nada más y nada menos, un lugar en el que pasar como mínimo la mitad de todos tus días, un lugar donde desconectar de todas las vivencias que lastran nuestra existencia o al menos digerirlos, el cimiento material sobre el que articulamos toda nuestra vida diaria, un referente, un punto de llegada, un punto de partida para uno y para los otros.
Antes de salir miré y estudié todos los rincones de aquel pequeño zulo que en un tiempo ya pasado fue mi primera casa, pensé en vano que nunca llegaría a olvidar aquel símbolo de mi primera experiencia independiente, pero claro está que con el paso del tiempo las paredes menguarán o se agrandarán y quizás le añada alguna estancia fruto de mi idealización. Era un zulo en el que apenas había luz natural por las mañanas, pero que siempre quedará en mi memoria como mi primera casa. Y ahora aquí estoy, en mi segunda casa, en un pueblecito tranquilo, fuera de la locura napolitana, pero ahí sigue mi primera casa digiriéndose amargamente como una derrota personal, quizás sean las circunstancias externas las encargadas de lastrar mi ánimo, el caso es que lo que fue mi primera casa para mí se ha reducido a un interruptor obtenido tras una reparación y a los medicamentos que me he dejado allá a modo de testamento, algo así como "aquí estuvo…".
Es impresionante la sensación de sentir como nos vamos dejando, como vamos desgastándonos poco a poco por todos aquellos lugares por lo que hemos pasado, como siempre dejamos una impronta, incluso aquí, en otro país, donde uno puede reciclarse e inventarse una existencia, donde en principio no se tiene pasado sino solo presente y futuro, pues incluso aquí ya uno empieza a ser alguien, a recibir etiquetas, a sentirse parte del medio y a sentir como el azote del medio medra el propio espíritu.
El caso es que cuando se vive fuera, entre desconocidos, cuando se tiene más tiempo para uno mismo, cuando se siente más intensamente la soledad y ciertamente cuando menos se sufre, ahí es cuando uno empieza a abrir los ojos, cuando uno es capaz de divagar y abstraer qué cosa es una casa, de percatarse de cuanto puede llegar a cambiar aquello que es aparentemente invariable -como cuando tus padres apenas se enteran de que has crecido, en cambio luego te ve un familiar y se asusta de cuanto lo has hecho-, pues así es vivir solo en la independencia, alejado de los tuyos.
Obviamente este privilegio exige un tributo, esto es la sobrevaloración de las cosas o quizás sea más apropiado decir la justa valoración de las mismas. De la casa en la que me crié nunca se me ocurrió guardar nada a modo de souvenir o fetiche objeto, en cambio ahora siempre llevo conmigo el interruptor que extraje de mi excasa napolitana, qué tontería, tan pequeño, tan relajante, tan insignificante, y sin embargo tan importante porque siempre me recordará la gratificante sensación de la independencia. Las cosas más triviales se vuelven fundamentales... y de verdad empiezas a concienciarte de que aquello que parecía tuyo y tenías controlado a la mínima puede derrumbarse como un gigante de piedra con pies de barro.


domingo, 10 de abril de 2011

Cultura vs Caos.


Casi sin darnos cuenta vamos creciendo, pasamos del carrito al triciclo, del triciclo a la bicicleta y de esta con un poco de suerte a la scooter o al coche. Igual caso pero distinto grado en las relaciones humanas: Papá y mamá, los abuelos, el hermanito, los amigos de escuela, empezamos de nuevo: la chica que me gusta, los amigos de instituto, la chica con la que canalizar mi incipiente testosterona,  los amigos que elegimos, la novia, los amigos de universidad, la segunda novia, mi prometida, mi mujer, mi hijo, mi divorcio, mi segunda mujer, mi segundo hijo, mis nietos.
Pero seguro que no todos se interrogan porqué soy amigo de gente con la que no tengo nada que ver más allá de compartir casi medio día de mi vida –en clase-, porqué a los doce años empiezo a fijarme en las tías y por qué al año siguiente empiezo a imaginarlas, porqué escribo notitas o poemitas cutres para la chica de la testosterona y por qué me paso el otro medio día que me dejaron mis “amigos impuestos por las circunstancias” pensando en cómo llamar su atención. Igualmente sucede cuando te preguntas por qué, una vez acabado el instituto, descubriste que tras cuatro meses sin saber nada de tus amigos de la infancia estos se te hicieron totalmente dispensables, y por qué con diecisiete años tienes la presión de no haber tenido todavía novia y sobretodo de tener relaciones sexuales cuanto antes.
La respuesta de todo esto puede definirse como “la cultura”, la misma que cuando éramos pequeños nos engañaba diciéndonos que el ser humano es bueno por naturaleza -incluyendo a tus vecinos-, que hace creer a todas las chicas que son princesas de Disney, que nada malo puede pasarnos ni a nosotros ni a nuestro entorno, que podemos y debemos vivir cien años –aunque nuestro estado sea deplorable y recordemos las cosas de hace cincuenta año mejor que las de ayer por la tarde-, que el amor es eterno, que un dios nos controla y retribuye con un infierno que está abajo y un cielo que está arriba, que existe la mala suerte y la ruina más allá de la simple y cruda probabilidad, que todo tiene solución y, lo que es peor, que nos hace vivir de espaldas a la muerte.
La misma que nos hecho olvidar que bajo nuestros bulevares se expandían infinitos cenagales, que si construyes sobre una falla tectónica lo más probable es que acabes volando por los aires, que los recursos tanto combustibles como acuíferos o alimenticios son finitos, que las necesidades materiales no son más que eso, necesidades, tan domesticables y volubles como cualquier otro hábito o vicio. Vivimos de espaldas a la realidad para después, una vez que nos hemos dejado llevar por el tsunami de inconsciencia y de autocomplacencia, regodearnos en nuestras mediocridad y atribuir nuestros fracasos y decepciones a confabulaciones cósmicas judeo-masónicas.

No somos conscientes de que el tiempo es una invención relativamente moderna –lo que no quiere decir que llegar un segundo antes o después puede marcar nuestra existencia-, que fuera de este orden ficticio reina el caos ordenado de la naturaleza, del cosmos o de… llámalo como quieras, pero caos al fin y al cabo, ajeno a nuestra voluntad.
Pero qué le vamos a hacer, así es el superhombre de hoy día, alguien que puede desenvolverse perfectamente en sociedad con los ojos vendados, sin apenas ideales ni principios, lo que no quiere decir que más de uno te pueda recitar de memoria algún capítulo del Capital de Marx o parafrasear algo de Zaratustra.

miércoles, 6 de abril de 2011

Atrincherados entre sábanas.


Abro los ojos, estás ahí, mejor dicho, me acechas  desde tu lado con esa mirada felina aguardando el momento justo para lanzarte sobre mí a la mínima que me descuide. Es el segundo día en nuestra particular guerra, los bombardeos comenzaron en la tarde del día anterior en otro escenario completamente distinto. Entonces  me provocaste -con esa misma mirada que ahora acababa de darme los buenos días a las seis de la tarde-, por lo visto no fue tu primera violación visual, sí la primera que capté, como bien sabes siempre destaqué por mis “reflejos” y por mi “rapidez mental”, ¿qué se la va a hacer?, no te preocupes, en tu defensa debo decir que fui yo el primero en provocarte  eligiendo aquella esquina en la que danzabas desatada, una auténtica violación espacial.
Miro las consecuencias de nuestra particular batalla, nuestros uniformes yacen por el suelo ordenados en perfecto orden según el cual fueron desprendiéndose, me miro en el espejo improvisado que me ofrece una copa de vino, busco el reloj en vano –si sé que son las seis es porque veo a través de las cortinas esa claridad plomiza y agradable-. Estamos en zona de guerra, hemos establecido una cuarentena hacinados entre cuatro paredes.
Recapitulando podemos decir que intentamos dialogar entre humo y sorbos de vino, pero fue imposible evitar el enfrentamiento directo antes de alcanzar el ecuador de la botella, habíamos caldeado tanto el escenario que luego se nos hizo imposible enfriarlo, comenzaron los bombardeos, la penetración por tierra y por aire. Una auténtica orgía de respiraciones entrecortadas y gemidos de heridos en la noche,  alguna que otra tregua pactada para recoger nuestros propios despojos, y de nuevo el inicio de las hostilidades, y de nuevo el mismo guión de saliva, sudor y lágrimas, así hasta caer rendidos cada uno de nosotros con una ficticia sensación de victoria en nuestras respectivas trincheras.
Todo yacía tranquilo, impertérrito, hasta que un valiente se decidió a penetrar en tierra hostil, podía sentir todavía las huellas del enfrentamiento, la tierra aún seguía  caliente y húmeda, esto no le detuvo y en una muestra de su osadía te lanzó el órdago, y de nuevo se reanudaron las hostilidades bajo la clandestina mirada de la luna. Quizás fuera por el despertar violento tras un placentero reposo guerrero, o por tratarse de un combate casi onírico a ojos vendados, el caso es que fue todavía más crudo que el primero, sin saber cómo nos despojamos las armas, olvidamos cualquier protocolo, nos barbarizamos, nos  arrebatamos el último vestigio de humanidad y nos convertimos en animales, usamos nuestras mandíbulas, nuestras uñas, nuestras manos como armas mortales hasta que al fin tras varios encuentros terribles, temblando y con las miradas idas caímos rendidos sobre el acogedor campo de batalla.
Curiosamente cada uno sabemos del otro mucho más que bastantes de nuestros conocidos aunque todavía no sepa ni tu nombre.

martes, 5 de abril de 2011

Un hermoso final.


Y ese fue su final, una muerte indigna pero maravillosa. La sobredosis vino suavizada por una gran cogorza, de todas formas sus nervios estaban quebrados por la mala vida de los últimos años, en pocas palabras, era inmune al dolor,  la muerte de su mujer también supuso la muerte de su ser, si bien su cuerpo macilento caería diez años después, pero como dije antes, solo el cuerpo, pues era un envoltorio sin alma.
Cuando la policía descubrió el pastel, el desgraciado se encontraba tirado en el sillón con la barbilla encajada en su pescuezo, es realmente curiosa la macabra hermosura que desprende la muerte en ciertas ocasiones, sobretodo en aquellos casos en los que el individuo parece que duerme apaciblemente. El salón era una pocilga de la que apenas se entreveía la opulencia de aquellos felices años del pasado, una copa de cristal de bohemia permancía en el suelo rota en mil pedazos, el coñac que esta contenía yacía esparcido por la alfombra y la botella apenas guardaba un mísero resto.
Llevaba muerto un par de días, aunque en un principio creyeron que estaba vivo porque se escuchaba una hermosa canción de fondo, pero pronto comprobaron que se trataba de una grabación en reproducción automática. La canción en cuestión era el cielo hecho música en los labios de Edith Piaf, je ne regrette rian. Francamente, un tipejo como él no se merecía un final mejor, su vida había sido equiparable a sus instantes finales, un pozo de miseria maquillado con pinceladas brillantes.

sábado, 2 de abril de 2011

Una de "Power Balance" forjada en patera.


Corría entre los maoríes la creencia de que en las cosas dadas se dejaba una parte del propio espíritu, lo llamaban <<hau>>, cada objeto se impregnaba de una parte del que lo donaba, este <<hau>> impedía a su vez que quien había recibido el don pudiera convertirse en su propietario, por lo que con el paso del tiempo ese objeto debía regresar a las manos del maorí que al principio lo puso en circulación, si bien para entonces ese objeto ya se habría forjado un intensa biografía con todos los <<hau>> de cada uno de sus “propietarios” temporales, de forma que debía seguir en circulación por todo el clan, todo sirva con tal de renovar e imitar el ciclo que veían en la naturaleza  para así lograr que estas fuerzas les fueran favorables.
El hecho de que el animismo del que han quedado impregnados estos objetos y creencias escape  a los ojos escrutadores de la ciencia no quiere decir que no existan, al menos para los maoríes. Algo parecido a ese animismo  creí reconocer en los ojos de D’kembe aquella tarde, un senegalés que nos dio a los presentes –tres afortunados occidentales- que nos hallábamos a las puertas del Castello milanés una lección de vida difícil de obviar.
Desde que tengo uso de razón recuerdo, clavadas en el televisor, unas cuantas miradas vacías, neutras, blancas, que parecen mirar más allá de su horizonte, recuerdo una patética barca varada en el rompeolas a merced del oleaje, recuerdo unos tipos de rojo que llevan mantas y galletas y unos señores de verde tomando apuntes en un libreto. Esa mirada que parecía proyectarse hacia otra dimensión la reconocí en los ojos de D’kembe mientras farfullaba en un primario italiano como era salido de Senegal, como embarcó en un navío sin capitán ni ancla, como anduvo a la deriva durante diez días sobre un mar eterno  -los días invertidos por  ese crucero infernal entre Mauritania y Canarias-, y como una vez avistada tierra fue interceptado, alimentado, abrigado y devuelto a su amada África.
Sin embargo, D’Kembe era fuerte y no le había gustado ese crucero por el Atlántico, entonces decidió cruzar el África sahariana para conocer el Mediterráneo, esperó en un descampado , rapiñó, volvió a esperar, practicó el salto de altura sobre valla metálica coronada por alambre de espinos, volvió a embarcarse en un crucero y por suerte para él no le recibieron con mantas rojas y pudo proseguir su marcha, prosiguió su viaje hacia Madrid –en este momento regresó de esa cuarta dimensión para chocar sus puños y gritar “libertad”-.
Un par de años después encontró a 2000 km de esa supuesta “libertad” a esos tres occidentales bien formados y sin carencias materiales reseñables, nos regaló a cada uno de nosotros una Power Balance multicolor cien por cien de algodón, sin holograma, solo con el <<hau>> de alguien que enfrentó a mil peligros y que por ahora  ha conseguido burlar incluso a la muerte, quien se ríe de la palabra pobreza y que con un euro en la mano en una de las ciudades más caras del mundo te esboza una sonrisa gigante mientras  te choca el puño antes de perderse  entre la muchedumbre con su  sombra caminante y desgarbada.