Érase una vez un lugar llamado Forcella, bastión histórico napolitano y una atalaya privilegiada desde la que controlar los turbios manejes y trapicheos habidos en el castizo centro napolitano.
En épocas de paz posiblemente uno de los departamentos más seguros de la ciudad, ya se sabe que el ladrón nunca roba en su barrio, pero en tiempos de guerra uno de los puntos más álgidos por su importancia estratégica.
Precisamente ahora se encuentra en uno de estos momentos tensos, a la espera de que estalle una chispa para que vuelva a desencadenarse el caos y la destrucción. Obviamente no existe un parte de guerra, ni tampoco hay corresponsales ni periodistas ni soldados de la ONU, pero se intuye, se intuye en lo transparente que están sus calles, sin transehuntes, sin ese bullicio tan característicamente napoletano, con los negocios cerrados a media tarde, con los balcones de los capos ocultos con toldos, y con los casquetes de bala sobre el pavimento adoquinado, señal inequívoca de una advertencia, el intento del clan emergente por abrirse paso a costa de tributos ajenos sangrados a los pobres pizzeros, tenderos, tabaqueros, fruteros, pescaderos, carniceros, lavanderos, herreros, que creían haber comprado su protección al clan establecido y que con sus establecimientos encantadoramente tradicionales dibujaban las calles de aquel barrio conocido como Forcella.
Los bambinos psicópatas ya no juegan, bajo el pretexto de jugar al calcio, a darle balonazos a los ingenuos paseantes, las madres del populacho no se reúnen en las puertas de los portales a gesticular y gritar sobre tanta cosa, no pasa la camioneta de la verdura cada mañana, no se despiertan los sabados y domingos con canciones napolitanas, y los cubos no descienden y ascienden desde las terrazas ni pasan de una casa a otra en tirolina. Y lo que es peor, se siente un estrangulamiento silencioso, como si al caminar por sus calles la mirada de unos ojos anónimos procedentes de ventanas ciegas se clavaran en tu nuca.
Obviamente esta situación no es novedosa para los resginados e inmundos habitantes de Forcella, bien es cierto que llevaban unos tres años de paz en los que el clan dominante gobernaba con mano de hierro, no querían que se volviera a repetir la asfixiante presión de la policía, ser el centro de atención de los medios, unos invitados muy incómodos para vender el tabaco ilegal de contrabando que entra por el precioso golfo napolitano, los trapos que son capaces de hacer la competencia al mercado asiático, lus juegos de trileros y presdigitadores, y lo que es más importante, el negocio de los narcóticos y las drogas en general.
Esto es Forcella, la misma que en las mañanas soleadas nos ofrece postales de ensueño sobre tendederos que enlazan, a través de un puente de colores construido a base de sábanas, pijamas, pantalones y camisas de lo más horteras, a los vecinos de un edificio con el de enfrente, la misma donde Julia Robert hace un año rodaba una película, la misma en la que se puede comer la mejor pizza del mundo, la misma, la misma, la misma... Forcella.

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